viernes, 1 de mayo de 2009

La rebelión de los tapados (III)

Una cosa azul

Desde el viernes en la tarde, era común encontrarse con gente que llevaba medio rostro tapado con una cosa azul, con un cubrebocas. Después, el uso de este elemento se generalizó paulatinamente entre el resto de la población, provocando, de acuerdo a las leyes de la oferta y la demanda, un aumento considerable en su precio, lo que no impidió que el objeto en cuestión se agotara en las farmacias. Ahora es raro salir a la calle y no encontrarse a alguien que no use cubrebocas. Esta cosa azul se ha incorporado, esperemos que durante muy poco tiempo, a la vida cotidiana de la ciudad. El motivo: la prevención del contagio de influenza humana (creo que el “Tripa de cerdo” debe seguir con el mismo nombre a pesar de las discusiones nominales), y sin embargo, su eficacia resulta dudosa. El cubrebocas se tiene que cambiar al menos dos o tres veces al día, ya que sólo tiene una vida útil de seis horas en espacios cerrados y cuatro en espacios abiertos. Además, únicamente reduce las posibilidades de contagio en un 2%, lo cual puede parecer mucho o casi nada, según el punto de vista desde el que se vea. Pero lo que realmente vale la pena señalar es la carga simbólica que el cubrebocas impone a quien lo usa.
Hay quienes los adornan con bocas, caritas y leyendas pintadas; hay quienes los llevan deshilachados; hay distintos modelos y formas: unos redondos y abultados, otros como picos de pato, pero la mayoría son rectangulares y azules. En el transporte público o en la calle, la gente que trae cubrebocas mira con desconfianza a quien no lo hace, como si le reclamara su irresponsabilidad. Del lado contrario, quien anda con el costro descubierto mira al que usa cubrebocas con recelo, como si lo acusara de estar enfermo. A esta separación social, que esconde una fuerte dosis de segregacionismo, hay que sumar el silencio. El cubrebocas es asfixiante, no permite respirar normalmente, y resulta muy incómodo hablar cuando se lleva puesto. Poco a poco, nos estamos convirtiendo en fantasmas de rostro azul que sólo pueden mirarse, pero que no se atreven a cambiar palabra ya sea por miedo al contagio o por miedo a decir lo que opinan sobre la situación en la que nos encontramos. Aislados, los habitantes de la Ciudad de México, tenemos que aprender a hablar nuevamente, aunque para hacerlo tengamos que correr el riesgo de descubrir, otra vez, nuestros rostros.

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